lunes, 26 de marzo de 2012

Vivimos una época compleja en la que se dibujan dos análisis de los síntomas emergentes. En uno de ellos, se rescata un pasado utópico como pretérito glorioso y se lee un presente apocalíptico, signado por lo que ya no es. La nostalgia de un padre signaría tal punto de vista. En el otro, se acusa al primer análisis de conservador y se considera que habrá que adaptarse a una época progresista dándole cabida a lo nuevo. En este enfoque, el carácter no adaptativo o incluso crítico del psicoanálisis es vivido como retrógrado. Tanto en una como en otra perspectiva se diluye la potencia revulsiva del descubrimiento freudiano. El psicoanálisis desmonta tanto las ilusiones montadas sobre la garantía paterna como aquellas otras que alojan a los aires de renovación. Es por ello que la civilización quiere curarse del psicoanálisis, hacerlo callar, ahogar su mensaje. Hoy como ayer.

En los últimos tiempos, el pensamiento de Sigmund Freud es objeto de crecientes críticas. Podría decirse, es cierto, que las impugnaciones al psicoanálisis lo acompañan desde sus propios orígenes. Pero al período de las resistencias iniciales le sucedió otro de amplia difusión y aceptación general logradas muchas veces, también hay que decirlo, a expensas del rigor. La impiadosa visión negativa que aparece, por ejemplo en la pluma de Onfray, el encarnizamiento pasional, testimonian que la potencia revulsiva del pensamiento de Freud permanece intacta. He escrito acerca del señor Michel Onfray quien en sus críticas a Freud, no puede sustraerse del lugar común de la época, consistente en develar que hay detrás de la vida de un gran hombre, con el fin de desprestigiar su figura y anular la fecundidad de su obra. No me detendré en señalar los datos erróneos sobre la biografía de Freud que abundan en este libro, sino que me interesa interrogar el uso que se hace de la supuesta historia de un creador, con el propósito de anular lo notable de su descubrimiento.

Onfray no discute conceptos, es decir que no sostiene un debate franco con el psicoanálisis, sino que apela a las intimidades del autor, para sí descalificar sus elaboraciones. Por ello, cuando incurre en las pretendidas mentiras de Freud sobre la teoría, comete severos errores. Dice, por ejemplo, que su afán de gloria y de figuración lo condujo a fabular sobre los éxitos de los tratamientos. Con esto ignora que la grandeza del padre del psicoanálisis consistió en no descansar nunca sobre lo ya elaborado, en profundizar en los fracasos de ciertas curas, en exponerlos con una honestidad propia de alguien que antepone la ciencia a su persona. Y si su obra es inagotable es por carecer de cierre, por tener una potencia que se expande más allá de su valor como terapia al una marca como lectura de la civilización. Pero a Onfray le interesa otra cosa. Al respecto, quisiera evocar un comentario que realicé acerca de un número de Noticias en el que se trataba de la importancia mediática del “trasero” en nuestros días y en el que-al respecto- consideré que el asunto trasciende a la concreta atracción por esa parte del cuerpo. En efecto el gran goce de la época consiste en develar todo aquello que está “por detrás”, la fascinación por los backstage, la complacencia voyerista por Gran hermano, la impulsión por dar a ver fotos con procacidades sexuales, los chismes artísticos (proliferan los programas “especializados” en ese rubro) y todo aquello que muestre lo que hay detrás de bambalinas. En otro orden, lo mismo se revela en el deleite por sondear qué hay detrás de la vida de un gran hombre, qué secreto lleva en las espaldas, cuáles son sus debilidades, qué de sus aventuras libidinales etc. Con el pretendido lema de hacer aparecer los aspectos más humanos de las figuras relevantes, subyace el placer mórbido de rebajar la imagen, metafóricamente “mostrar su trasero”, igualarlo al de todos. En 1916 Freud ubicó al psicoanálisis dentro de los tres grandes descubrimientos que hirieron el amor propio de la humanidad. Copérnico mostró que la Tierra no es el centro del universo, conmoviendo la pretensión del hombre de sentirse dueño de este mundo. Darwin puso fin a la arrogancia humana de crear un abismo entre su especie y la del animal. Pero ni la afrenta cosmológica ni la afrenta biológica han sido tan sentidas por el narcisismo, como la afrenta psicológica. Porque el psicoanálisis enseña que el yo, no sólo no es amo del mundo ni de la especie, sino que no es amo en su propia casa.

La vida pulsional de la sexualidad no puede domesticarse plenamente, lo que no se integra se reprime, nuestra morada está habitada por aspectos que no queremos reconocer, ya que no entran en armonía con nuestros ideales. Pero el empeño por rechazar fracasa y lo más extraño de nosotros emerge desfigurado a través de los síntomas. No cabe asombrarse, afirma Freud, que el yo no le otorgue su favor al psicoanálisis y se obstine en rehusar su crédito. Diremos que tanto ayer como hoy. Las terapias no analíticas son aceptadas pues se empeñan por erigir al yo como soberano, le enseñan cómo liberarse mejor de lo que irrumpe, elevan su apetito de control, lo invitan a no acercarse nunca al suelo molesto de su hábitat. Pero ello, no lo dudamos, conducirá siempre a lo peor, no sólo porque se habrá limitado el campo del conocimiento, sino por el destino funesto que sufrirá lo que se intenta elidir. Freud invita a la aventura humana que es la cura psicoanalítica, aventura de ese explorador que, recorriendo los caminos más alejados de sus creencias, vuelve con recursos de los que no disponía. Y esas energías gastadas antaño en preservar sus dominios, estarán libres para fines acordes al deseo que siempre excede los límites del yo. No es casual que el señor Onfray se confiese hedonista, hedonismo banal-agreguemos- y que como tal pretenda eliminar todo aquello que pudiese perturbarlo.

Silvia Ons


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